La noción de Edad Media comienza a fraguarse a partir del siglo XV, de la mano de los humanistas del primer Renacimiento. Estos autores admiran la cultura de Grecia y Roma y se fijan como objetivo recuperar el esplendor de la gloriosa Antigüedad Clásica. Desde este punto de vista, los siglos intermedios, a los que se refieren en tono peyorativo como media aetas o medium aevum, habrían sido una época de tinieblas, en la que la civilización desaparece, víctima de la barbarie, y el progreso de la humanidad se interrumpe por las supersticiones, el fanatismo religioso, el inmovilismo social, los abusos, la crueldad y la violencia de todo tipo. El arte se empobrece y la literatura queda en manos de teólogos o bien de cronistas, cuentistas y poetas, muchos de ellos anónimos, que han olvidado el latín en favor de las lenguas locales y son incapaces de reflejar la verdad del ser humano, sus ideas y sentimientos, la belleza artística de la forma.
Esta visión, que en muchos sentidos ha perdurado hasta la actualidad convertida ya en un mito, hace que muchos contemplen la Edad Media como un período arcaico, oscurantista y detestable, cuando, en realidad, es el fundamento sobre el que se asienta buena parte de nuestra cultura: el mapa de Europa con sus paisajes y formas urbanas, nuestro sistema social basado en la familia, la estructura política articulada sobre el concepto de nación, las relaciones económicas, la organización profesional y corporativa, la reflexión cristiana sobre el poder y la defensa de valores como la justicia, la paz o el bien común... son aspectos capitales que hunden sus raíces en la Edad Media.
El arte, el pensamiento y la vida espiritual tampoco responden a este estereotipo: la labor de las escuelas monacales, como depositarias y difusoras del saber; el desarrollo del arte con los estilos románico y gótico; el prestigio del canto gregoriano; la visión trascendente del mundo que exploran los filósofos, buscando un sentido profundo, simbólico para la realidad; el salto de gigante que supone la adopción de lenguas vernáculas para hacer una literatura que llegue al pueblo; las peregrinaciones a Roma, Jerusalén o Santiago de Compostela, que abren rutas de intercambio y convivencia, ponen de manifiesto el verdadero nivel que alcanzó la cultura medieval.
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